MI EXPERIENCIA DEL PERDÓN - Wayne Dyer
En 1974, una colega de la universidad
me ofreció un puesto en el Sur. Cuando decidí aceptarlo, llamé primero a la
enfermería en la que según mi primo, había trabajado mi padre. Allí me
comunicaron que Melvin Lyle Dyer, mi padre, había muerto de cirrosis hepática y
otras complicaciones hacía diez años, y que su cadáver había sido trasladado a
Biloxi, Mississippi. Fue entonces cuando me di cuenta de que todo había
acabado.
Decidí que al finalizar mi visita a la
universidad completaría mi viaje y haría todo lo necesario para poner punto
final a ese capítulo de mi vida. Todavía tenía esperanzas de encontrar alguna
respuesta a este asunto sin resolver. Sentía curiosidad por saber si mi padre
había dicho a los responsables del hospital que tenía tres hijos, y si nuestros
nombres figuraban en el certificado de defunción. Pretendía hablar con sus
amigos en Biloxi para descubrir si él nos había nombrado alguna vez…
Lo que más me interesaba era saber
cómo se las había arreglado para dar la espalda a su familia durante toda una
vida. Buscaba constantemente una muestra de afecto que pudiera haber dejado, y
sin embargo, mi odio con respecto a su comportamiento de aquellos años seguía
obsesionándome. A mis treinta y cuatro años, me sentía controlado por un hombre
que había muerto hacía una década.
Alquilé un coche nuevo, quiero decir
flamante, para dirigirme a Biloxi… Llegué a los alrededores de Biloxi a las
4:50 de la tarde de un viernes y estacioné en la primera gasolinera que vi,
para telefonear desde allí a todos los cementerios de Biloxi. En la guía
aparecían tres. En el primero no me atendieron y en el segundo no contestaban,
así que marqué el tercer número, que era el menos singular de la lista.
En respuesta a mi pregunta, una voz de
un hombre mayor de 20 me dijo que iba a comprobar si mi padre estaba sepultado
allí. Tardó unos diez minutos, y cuando ya me disponía a tirar la toalla,
colgar y esperar hasta el lunes por la mañana para proseguir mis
averiguaciones, el hombre regresó y pronunció las palabras que ponían fin al
viaje de toda una vida: -“Sí -dijo-. Su padre fue enterrado aquí”. Y me dio la
fecha de su inhumación.
El corazón me latía con fuerza por la
emoción. Le pregunté si me sería posible visitar la tumba esa misma tarde. –“Por
supuesto, si cuando se marche es tan amable de volver a colocar la cadena de la
entrada, puede venir cuando guste” -me contestó. Y antes de que pudiera
preguntarle cómo llegar al cementerio, añadió: -“Su padre está enterrado junto
a las tierras del Hostal Candlelight. Cualquiera
en la gasolinera podrá indicarle cómo llegar a él...” - Me hallaba a tres
manzanas del cementerio.
Cuando finalmente me encontré delante
de su lápida leyendo MELVIN LYLE DYER, me quedé paralizado. Estuve dos horas y
media conversando con mi padre por primera vez. Grité sin pensar en si había
alguien a mi alrededor. Y hablé en voz alta, exigiendo respuestas a una tumba.
A medida que el tiempo transcurría, empecé a experimentar una profunda
sensación de alivio y me tranquilicé. La calma reinante era tan sobrecogedora
que llegué a pensar que mi padre estaba a mi lado. No le hablaba a una lápida.
De alguna manera me hallaba en presencia de algo que no podía, ni puedo
explicar.
Finalizando aquel monólogo dije:
«Siento como si de algún modo me hubieran traído aquí hoy, e intuyo que usted
ha tenido relación con ello. Desconozco su papel, si es que lo tiene, pero
estoy convencido de que ha llegado el momento de dejar a un lado la rabia y el
odio que tanto me ha hecho sufrir durante estos años. Quiero que sepa que a partir
de este momento, todo ello se ha desvanecido. Le perdono. No sé qué le impulsó
a llevar su vida como lo hizo. Estoy seguro de que habrá pasado por momentos de
desesperación, sabiendo que tenía tres hijos a los que nunca volvería a ver.
Sea lo que fuere lo que ocurría en su interior, quiero que sepa que ya no le
odiaré. Cuando piense en usted, lo haré con amor y compasión. Me estoy
desprendiendo de todo ese desorden que existe en mí. En el fondo, sé que sólo
hizo lo que podía hacer según las circunstancias de la vida en ese momento. A
pesar de que no recuerdo haberle visto nunca y de que mi deseo más ferviente
era conocerle en persona y escuchar sus propias palabras, no permitiré que esos
pensamientos me impidan sentir el amor que ahora tengo por usted».
Aquel día, delante de la solitaria
lápida al sur de Mississippi, pronuncié palabras que nunca he olvidado, porque
marcaron mi forma de vivir a partir de entonces: «Le envío mi amor... Le envío
mi amor... De todo corazón le envío todo mi amor».
En un momento de pureza y honestidad
experimenté el sentimiento de perdón por el hombre que había sido mi padre, y
por el niño que yo había sido y que tanto había deseado conocerlo y amarlo. Me
invadió una sensación de paz y purificación totalmente nueva para mí. Aunque en
ese instante no era consciente de lo que me estaba sucediendo, aquel sencillo
acto de perdón iba a significar el comienzo de una nueva dimensión en mi vida.
Estaba en el umbral de una etapa de mi vida...
Cuando regresé a Nueva York empezaron
a producirse una serie de milagros. Escribí “Tus Zonas Erróneas” con cierta
facilidad. Un agente literario apareció en mi vida en el momento justo y bajo
unas «extrañas» circunstancias. Tuve una entrevista con un directivo de la
editorial T. Y. Crowell, y al cabo de unos días me comunicaron que iban a
publicar mi libro. Cada paso a lo largo del camino hacia “Tus Zonas
Erróneas” parecía un milagro.
Ocurrían hechos extraños y a la vez
maravillosos, con una frecuencia que me resultaba encantadora. La persona
«adecuada» estaba allí cuando la necesitaba. Hoy estoy convencido de que mi
experiencia del perdón, aunque fue emocionalmente agotadora, supuso el inicio
de mi transformación.
Extracto del Libro "La fuerza de
creer" de Wayne Dyer.
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